Gino Bartali el ciclista que en medio de la guerra ayudó a salvar vidas
Gino Bartali se fue a la tumba con un secreto: durante la Segunda Guerra Mundial, salvó a ochocientos judíos del Holocausto. El ciclista italiano, vencedor de dos Tours y tres Giros, nunca alardeó de aquel gesto altruista porque consideraba que, simplemente, había hecho lo correcto. Uno podía lucir los galones de la carretera en el maillot, pero los méritos en la vida eran algo íntimo que no merecía ser objeto de escaparate. Bartali era un señor.
La historia, sin embargo, a veces se escribe con renglones tan torcidos como los Lacets de Montvernier, esa escalada serpenteante de la ronda gala que marea hasta a los adictos a la Biodramina.
Así, el corredor florentino pasó para algunos por un corredor del régimen, cuando en realidad él renegaba del fascismo y, por supuesto, aborrecía el nazismo. Tampoco era un partisano, ni simpatizaba con la causa roja, pero eso no le convertía en una camisa negra. Su única ley era la divina, por lo que esa condición de ferviente católico
—quizá, producto de una conversión tras la muerte de su hermano menor, Giulio, también ciclista, quien a los veinte años fue arrollado por un Fiat Balilla durante una carrera de aficionados— lo vinculó a la Democracia Cristiana.
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El inicio del hostigamiento Nazi
Un año antes de que Europa se liase a garrotazos y comenzase a hundirse en el barro, en Italia los judíos no podían casarse con católicos, ni emplearse en la administración o en la banca, ni estudiar en escuelas públicas, ni por su puesto dar clase, excepto en colegios específicos para niños judíos. Cómo estaría la cosa, que ni podían ejercer como abogados o periodistas…
Por si no fuese suficiente, a medida que los fascistas se replegaban en el norte, la represión se acentuaba, puesto que los nazis ya habían tomado las riendas del asunto. Al principio, los trenes de mercancías o con vagones acondicionados para el transporte de ganado partían de la estación romana de Tiburtina rumbo a Auschwitz. Luego, atrincherados en la República de Saló, las huestes de Hitler siguieron enviando a los hacinados en el campo de concentración de Risiera di San Sabba a Dachau, Buchenwald y Auschwitz.
Además de los judíos, el Manifiesto de la raza también prohibía el culto pentecostal y perseguía a los gais, aunque Mussolini no había condenado previamente la homosexualidad porque aseguraba que los italianos eran “demasiado viriles para ser homosexuales". En realidad, hasta entonces tampoco había excluido a los judíos de la vida pública, por lo que el viraje podría obedecer a razones estratégicas, en un intento de colmar las ansias antisemitas de Hitler, como sostienen algunos historiadores. El papa Pío XII, por su parte, mostró su rechazo en una carta enviada al Duce, aunque hay expertos que han criticado la tibieza del Vaticano con las leyes raciales. Sin embargo, la red clandestina en la que se involucró Bartali contó con la inestimable colaboración de católicos, entre los que se encontraban el arzobispo de Florencia, Elia Angelo Dalla Costa, así como monjas de clausura, frailes franciscanos y monjes oblatos. Todos ellos prestaron su ayuda a la Delegación de Asistencia a Emigrantes Judíos (Delasem), con sede central en Génova y muy implantada en la Toscana, donde estaba dirigida por el joven médico y rabino florentino Nathan Cassuto y por el sacerdote Leto Casini. El objetivo era buscar una vía de fuga para que los judíos pudiesen escapar de las garras del nazismo a través de Francia y Yugoslavia.
Sin embargo, ambos fueron delatados y Cassuto fue enviado a Auschwitz, donde falleció en 1944, y Casini dio con sus huesos en la cárcel, aunque prosiguió su labor cuando fue liberado.
El vacío creado forzó al judío Giorgio Nissim a tomar el testigo como uno de los responsables regionales de la red, encargada de facilitar documentación falsa a quienes querían huir, una misión en la que Bartali cumpliría un papel trascendental. Nissim, que había heredado de su padre una fábrica textil en Pisa, se marcó como objetivo salvar al mayor número de niños posible. Para ello, creó un registro infantil y confió a los menores a los comités femeninos de la Delasem, desperdigados por todo el país. Luego buscó padrinos para que los ayudaran no sólo económicamente, sino también anímicamente, por lo que debían escribirles cartas a los pequeños para ayudarlos a sobrellevar la situación. Un sistema que guarda cierto parecido con lo que hoy se conoce como adopción a distancia.
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Cuando la Segunda Guerra Mundial congeló el Tour y el Giro, Bartali no dejó de pedalear, pero no lo hacía sólo para mantenerse en forma durante el paréntesis bélico, sino también para llevar de un sitio a otro los pasaportes falsos que permitirían escapar a ochocientos judíos. Estos se confeccionaban en imprentas clandestinas habilitadas en los sótanos de conventos y abadías, por lo que su tarea consistía en llevar hasta allí papeles y fotos, recoger los documentos falsificados y transportarlos hasta las iglesias indicadas, donde eran recogidos por los curas afines a la causa.
Bartali conocía el mapa de carreteras de la Toscana como la palma de su mano. Rodaba sobre ellas de día y de noche, sorteando las patrullas con el saludo de un héroe, el Monje Volador, por el que los soldados sentían auténtica devoción. Si alguno ponía pegas, no había mejor excusa que la del entrenamiento. Y si alguien osaba acercarse a la bicicleta, espantaba de malos modos al curioso, no fuera a ser que la desequilibrase, pues según él había que tratarla con delicadeza porque había sido ajustada al milímetro para alcanzar la mayor velocidad posible.
En realidad, escondía el papeleo en el cuadro y bajo el sillín. “Papá arriesgó su vida para salvar a muchas personas”, declaraba al semanario Tempi su hijo Andrea una mañana de septiembre de 2013, después de que la Yad Vashem —la institución que honra a las víctimas del Holocausto— le otorgase el título de Justo entre las Naciones.
“Era muy humilde y no quería contar todo lo que había hecho por los judíos: El bien se hace, pero no se dice, ¿si no qué bien es ése?
Siempre quiso mantener en silencio esta historia”, afirmaba Andrea, quien aseguraba que cuando alguien husmeaba en su pasado, Bartali lo mandaba callar e incluso amenazaba a los periodistas con denunciarlos si seguían incordiándolo.
“No está bien especular con las desgracias de los otros”, solía decir.
Franc Lluis i Giró cree que lo hizo por dos razones. En primer lugar, por miedo: “Sabía que se estaba jugando la vida y quería aislar a su familia. Guardar el secreto era una forma de evitar que se involucrase su mujer y de proteger a sus hijos”. En segundo lugar, porque no quería jugar con las vidas ajenas: “Evitó vender una imagen de heroicidad a través del sufrimiento de otros. No se consideraba un héroe y tampoco interpretó su acción como algo maravilloso: si bien evitó que muchos niños fuesen confinados en campos de concentración, era consciente de que sus condiciones de vida posteriores habían sido pésimas; o sea, no había encaminado a ochocientas personas a una vida plena, sino simplemente a la supervivencia”. Bartali lo había hecho porque había que hacerlo. Era lo correcto. No había una razón ideológica, sino humana —o, si se prefiere, humanitaria “Los entrenamientos de Bartali servían de guía para indicar a los fugitivos cuáles eran los caminos más fiables para escapar o para llegar hasta algún refugio seguro”, apunta el autor de Plomo en los bolsillos. Aili y Andrés McConnon también describen en Road to Valor una anécdota que refleja su valor: unos judíos y antifascistas que huyen en tren tienen que cambiar de vagón en una estación que está plagada de soldados; Bartali, para despistarlos y facilitar su fuga, comienza a saludar y a firmar autógrafos a los militares.
Tomado de www.publico.es Para leer el articulo completo ingresa a La bici que salvó a los judíos del Holocausto